La lectura de la última novela de Mario Vargas Llosa, El héroe discreto (Editorial Alfaguara, 2013) ha supuesto para el
teniente Colombo un soplo de aire fresco, una inyección de oxígeno vital.
El héroe discreto cuenta dos historias
paralelas, retomando el patrón binario de obras anteriores del autor: en primer
lugar, la de Felícito Yanaqué, próspero empresario piurano, de origen humilde y
hecho a sí mismo. Un buen día recibe una misteriosa carta en la que se le exige
el pago de 500 dólares mensuales para “salvaguardar la integridad” de su
empresa. Felícito se niega a pagarlos y publica en la prensa local un aviso en
el que anuncia que no pagará un solo centavo. Del otro lado, está la historia
de Ismael Carrera, otro exitoso empresario, octogenario, viudo y dueño de una
millonaria aseguradora de Lima. Acaba de enviudar, y sus dos grandes enemigos son sus
hijos. Lo único que ellos desean es que su padre muera para heredar toda su
fortuna. Carrera les gana la contienda al casarse con su empleada doméstica, vendiendo
la empresa y entregándole todo su patrimonio a su nueva esposa. Ambas historias
se desarrollan independientemente y –solo al final- se vuelven una sola.
“Con
este planteamiento, Vargas Llosa construye una novela optimista, nostálgica y
emotiva. Escrita con gran agilidad y precisión, abduce al lector desde sus primeras
páginas, generando, a través de su lectura, un efecto imán que impide al lector
abandonar las peripecias de los dos protagonistas de la novela”, opina el
teniente Colombo, recomendando fervientemente acercarse al universo vargasllosiano de El héroe discreto.
Algunos días después de concluir la lectura de
la novela, al teniente Colombo le sigue resonando en su cabeza la propuesta
moral que, en su opinión, Vargas Llosa pretende transmitir en El héroe discreto: los héroes discretos
son el sostén moral de un país, fieles a sus principios e ideales, contra
viento y marea.
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