Al teniente Colombo le toca
empezar de nuevo. Su vida es un continuo “hacer y deshacer cajas”, como
aquellos cómicos de la película El viaje a ninguna parte (Fernando
Fernán-Gómez, 1986), que, en la España de la posguerra, van de pueblo en pueblo
buscando un milagro profesional que nunca llega, pasando más hambre que Carpanta.
En unos días, el teniente Colombo dejará la comisaría en la que ha estado
resolviendo casos de asesinato durante los últimos dos años, y tomará un nuevo
rumbo profesional en otra delegación policial.
Mientras escribe este post se le acumulan los recuerdos: en
este tiempo, ha tenido que superar momentos duros y muy duros, resolver homicidios
difíciles y muy difíciles; y, sobre todo, contar
miles de ovejas en muchas noches de insomnio. Sin embargo, a la hora de
hacer balance, el fiel de “la romana” (maravillosa palabra, ya en desuso, que
al teniente Colombo le recuerda los veranos de su infancia en el pueblo de sus
abuelos paternos) se inclina hacia el lado positivo: los colaboradores, amigos
y compañeros que deja en la comisaría, que han formado parte de su vida durante
estos dos años, han cincelado en él una huella imborrable. De alguna manera, con
su entusiasmo, le han hecho “rejuvenecer”, y le han exigido esforzarse cada día
para estar, cuando menos, al mismo nivel que ellos. Se lleva consigo su cariño,
su amistad y su respeto. Los mismos sentimientos que él siente hacia todos
ellos, a los que nunca olvidará.
En este momento de la despedida le viene a la
cabeza aquella frase de la novicia María (Julie Andrews), en la oscarizada Sonrisas y Lágrimas (Robert Wise, 1965),
que aplica para sí mismo: “Cuando se cierra una puerta, en otro sitio se abre
una ventana”.
El teniente Colombo desconecta el ordenador, precinta la última
caja y, abrochándose un botón de la gabardina, abandona el despacho sin mirar
hacia atrás…
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