viernes, 15 de febrero de 2013

ELEFANTE BLANCO

Hacía tiempo que el teniente Colombo no se acercaba al llamado “cine social”. Con Elefante Blanco (Pablo Trapero, 2012), se ha puesto al día. La película narra la historia de amistad de dos sacerdotes, Julián y Nicolás, que tras sobrevivir a un intento de asesinato por parte del ejército durante su trabajo en Centroamérica, se asientan en una barriada marginal de Buenos Aires para desarrollar su labor social y de apostolado. Allí lucharán contra la corrupción, la jerarquía eclesiástica y los poderes gubernamentales y policiales, arriesgando sus vidas por defender su compromiso y lealtad hacia los vecinos del barrio.
La película toma su nombre de un edificio a medio construir, proyectado en 1937 por el diputado socialista Alfredo Palacios, ideado para ser el hospital más grande de América Latina; pero convertido, por el paso del tiempo y la desidia de los diferentes gobiernos argentinos, en un esqueleto de hormigón, símbolo de los más desfavorecidos y la marginación social.
El guión –en opinión del teniente Colombo- aborda, sin concesiones a la galería, la realidad de los problemas humanos y sociales de la barriada bonaerense, y fija, desde el primer momento, el estilo visual de la película. Tanto la pareja protagonista como los secundarios aportan espontaneidad y verosimilitud a la historia (Ricardo Darín, una vez más, es un ejemplo de rigor y profesionalidad). “No es una película redonda –quizás el director debería haber profundizado más en los dilemas morales y las dudas existenciales de los dos sacerdotes- pero convence en su objetivo de presentar una realidad marcada por la pobreza y la delincuencia sin límites”, opina el teniente Colombo, todavía conmovido por la secuencia en la que el padre Nicolás (solvente interpretación del actor Jérémie Renier) se adentra en una zona de narcotraficantes, transmitiendo al espectador toda la tensión y la angustia del miedo a lo desconocido.
Para el teniente Colombo lo mejor de la película ha sido la decisión del director de empezar y terminar de la misma manera: sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y la música. En este sentido, ha sido inevitable el recuerdo de otra película con una factura similar: “Pozos de ambición”, de Paul Thomas Anderson (2007), que muestra toda su épica en unos ocho iniciales memorables.

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